"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

jueves, 23 de mayo de 2013

Días azules

Yo tampoco lo entendía entonces. Será verdad esa frase que dice que todo llega y todo pasa. 
Cuando nos gritábamos, mi madre siempre se enfadaba y me decía que dejase de hablar así, que dónde me había guardado el respeto. Supongo que cuando tienes diez años no entiendes ese tipo de palabras, ahora me arrepiento. El carácter venía de mi madre, mi padre siempre ha sido demasiado callado. Aunque bueno, con los años callo más. Me dicen que por qué no digo lo que pienso o lo que siento pero no sé, supongo que tampoco sirve de mucho. De hecho, diría que es una estupidez. A la gente le da igual lo que pienses, no me van a prestar atención. Hay demasiadas personas en el mundo, sólo soy una más. Creo que por eso hago como que escribo.

El 24 de febrero llegaba su carta. O el 25 o el 26. Supongo que dependía del día de la semana, pero era febrero. Siempre es febrero. Tenía algunas faltas de ortografía y daba lástima. La guerra y todas esas cosas que no entendemos los de mi generación. Lo más cerca que he estado de una guerra ha sido con él y más que una guerra son revoluciones así que tampoco entiendo mucho. 

De ella nunca hablo. No, de verdad que no. Puedo escribir sobre ella, escribirte sobre ella o que preguntes y contesto. Pero siempre escribiendo. Nunca he llegado y he contado su historia. Tampoco me la sé a la perfección, ni siquiera quiero hablarlo. Ni quiero ni sé. Todavía no domino los temas tabúes. Lo que no entiendo es por qué alguien tan importante es un tema tabú. O sea, tabú para mí. Mi madre sí que la nombra. Hace poco me contó que cuando era joven y volvía de madrugada, a la mañana siguiente ella le preguntaba  a mi madre "¿y por qué vuelves tan tarde? ¿Qué haces hasta las tantas en la calle?" Y claro, mi madre le contestaba "¿pues qué vamos a hacer? Hablar, mamá. Me siento con mis amigas y hablo de cosas." 
Por lo visto la mujer no lo entendía. Cada vez que llego tarde mi madre me hace esa pregunta y se ríe. Está bien porque yo sé cuándo se acuerda de ella y, probablemente, sea siempre. 

La última vez que fuimos a su casa se sentó en el sillón cuando me fui a dormir la siesta y se le saltaron las lágrimas y yo lloré por dentro. Lloro mucho por dentro. No hay nada que me duela más que verla llorar. Pero es normal, ¿no? Allí vivían todos, eran siete y ahora no queda nadie. Está todo vacío, huele a viejo y crujen las paredes. Y bueno, la anfitriona decidió irse hace unos años. Las luces parpadean y las farolas, no sé. Se apagan, las farolas se apagan y hace tiempo que no hay ni un alma por allí. 

Todo tiene polvo, hasta el mismo polvo. Pero a mí me gusta. En Navidad cantaba y presidía la mesa y brindaban por ella y se reía, se reía tanto que el mundo se paraba, os lo juro. (Parece ser que no siempre lloro por dentro). 

Cuando era pequeña me llevaba a mi hermana y a mí a jugar a las cartas o jugábamos en el salón. Hace poco me permití quitarle un trofeo de la estantería y guardarlo en una de esas cajas que guardan todo lo que nos da miedo recordar. Jugaba muy bien, era una reina. Ella era mejor que cualquier carta que hubiese sobre la mesa. Pero lo mejor no era eso. En realidad no sé qué era lo mejor. 
Otras veces se sentaba con sus amigas en los bancos del parque que ha cambiado tantas veces y yo me asomaba al balcón y me saludaba. Dios, no me acordaba de eso. Me saludaba y me sonreía y entonces yo le devolvía el saludo y me hacía feliz y bajaba al parque y hablaba con todas ellas. Se reían de mi acento, siempre igual. Pero me gustaba, me encantaba. Creo que daría cualquier cosa por volver allí. Pero lo que jamás olvidaré, y remarco el jamás, es cuando volvíamos a ese parque y ella llevaba su diábolo. Mi hermana y yo nos moríamos de la envidia. Nunca se entrelazaba con la cuerda y volaba tan alto que tocaba las nubes. Os lo juro, yo lo he visto. Yo he visto cómo lo lanzaba hacia arriba y tardaba mucho en volver a bajar. Como si estuviese buscando su hueco por allí arriba, por el techo azul. Pero volvía, el diábolo siempre volvía. Mi hermana y yo no sabíamos, probablemente ella sabía algo más. A mí siempre se me escapaba, se caía, nunca volvía conmigo pero yo siempre iba hacia él. Es curioso, un día ella decidió que sería mejor tirar el diábolo y subir con él y no bajar. Creo que quiso volar tan alto, tan alto, tan alto que se quedó colgada de las nubes o del cielo o de la Luna, no lo sé. Hizo bien, por aquí no quedamos muchos. 

Y la comida, bendita sea. Nos sentábamos a la mesa y olía... cómo olía. Quiero volver a oler todo eso, se me hacía la boca agua. Yo siempre repetía, siempre. Y por las noches me hacía un vaso de leche, antes de dormir. Con galletas, las galletas que no falten. Mi madre me ha contado alguna vez que cuando estaba en el hospital y no quería dormir siempre pedía un vaso de leche con galletas, siempre. Yo de mayor también quiero ser así, que esa rutina nunca me falle, por favor. Cuando me tocaba dormir sola siempre me moría de miedo, de verdad. No podía dormir, tenía pánico y me ponía a llorar y la despertaba y yo sé que más de una vez me quiso matar. Entonces, tan buena como siempre, se enfadaba y se venía conmigo a la cama. Y se metía en mi cama y yo sentía cómo respiraba y su olor y no sé qué más. Lo que yo os diga: una reina. Y al tenerla tan cerca me tranquilizaba y me quedaba completamente dormida y poco más. Eso sí, la bronca me la llevaba pero dormíamos juntas y luego llegaba mi madre y ya está. 

Y bueno, poco más. Creo que a veces tengo el día tan azul que duele. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario