Todavía
no tengo claro cómo se conocieron. No sé cuántos años han pasado desde entonces
pero la suerte se puso de su lado. La suerte los salvó de todo de lo que estamos
huyendo desde hace tiempo. La suerte que esperamos impacientes en nuestras
propias salas de espera. Puede que se quedaran con toda la suerte que existe y
por eso no la encontramos por ningún sitio. Puede que no quisieran repartirla
porque la necesitaban para llegar hasta aquí. Puede que el cúmulo de
casualidades los estuviera esperando.
La
última vez que vi a mi abuela me dijo que nunca había conocido a dos personas
que se quisieran tanto. Exactamente, me repitió que ella siempre sintió que esa
forma de quererse era más grande que el resto. Pero yo ya lo sabía. Lo supe
desde siempre. Lo supe porque había algo detrás que nadie consiguió entender.
Creaban una especie de luz que no habíamos visto antes, una nueva energía desconocida
que dejaba un rastro brillante al pasar. Nunca me hablaron de ello y tampoco
quise preguntar. Intuía cierta magia en las historias que contaban, en los años
transitorios que los trajeron hasta mí.
Nunca
nadie me explicó que no era algo común.
Lo
aceptábamos porque sentíamos que a todos nos tendría que pasar. Pero no fue
así. A nadie más le pasó. No conocimos otro caso igual. Mi abuela me lo dijo y
me lo repitió: robaron todas las ganas y nos dejaron sin nada. Robaron sin
saber lo que hacían. Sin pensar que quizás nos estaban quitando la oportunidad
de vivir algo similar. De crecer a través de otra persona. Nos dejaron un
agujero en el pecho que fuimos llenando con un sentimiento sin correspondencia
que se asemejaba bastante a la sensación de vacío. Seguían sin saberlo.
Absorbieron la vida de lo que vendría después.
Y,
a pesar de todo, nos hicieron creer que quizás sí.