"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

domingo, 9 de abril de 2017

Diario, 9/IV

Venga, si no pasa nada. A mí también me ha pasado. Siendo sincera, no conozco a nadie que no lo haya hecho alguna vez. De verdad, te perdono. Me perdoné a mí y era la parte más difícil. Todos hemos sido peones y reyes. Ahora me ha tocado a mí ser lo primero y está todo bien. Todo correcto, cambiamos los papeles pero seguimos aquí. 

Me he acordado de mil planes que no hicimos y, en realidad, lo prefiero. El plan de quedarnos eternamente es el primero que ha llegado a mi mente y he sonreído porque menuda gilipollez de plan. Ya me contarás quién aguanta esa tortura. 

Hemos ido a Sitges y ha estado bien. Tenía bastante claro que si hubiese tenido que elegir a una persona con la que ir, habría sido a ella. 

Al final, nos hemos elegido mutuamente. 

Me alegra que sea recíproco. Berta merece la pena y yo creo que en esta ciudad ella también pensaría en mí como primera opción. Es bonito tener primeras opciones y ser primeras opciones. 
Últimamente nos acercamos mucho al mar y nos sentamos frente a él. 

Siempre he pensado que cuando Berta mira el mar, se acuerda de su madre. Lo creo porque siento que la madre de Berta estuvo a punto de ser un rostro azul y creo que ella también lo siente. Aunque nunca le he explicado qué es ser azul, pero supongo que lo entiende. Supongo que cuando uno mira la intensidad del mar, relaciona el azul con ciertas personas. 

Ahora me acordaré de Berta cada vez que me siente frente al Mediterráneo. 
O cada vez que lea la palabra amiga.
O cada vez que hablen de Sitges.
O cada vez que vea a dos chicas en el tren.

Las dos veces que fuimos a la costa, yo me acordé de mi abuela. 
Es obvio que también pensé en mis padres (y en mi hermana, en mi perro, etc). Pero, especialmente, pensé en mi abuela. En los años que hace que no la veo y en la vida que me queda sin ella. Es una lástima cuando se muere alguien que quieres que esté a tu lado. 
Yo tengo el mar que me recuerda a ella y la línea que mezcla el mar y el cielo y el cielo, a secas. 
También he tenido algunas noches oscuras con estrellas.
Un tatuaje con su color. 
Alguna que otra foto. 
Y a mi madre hablando de ella en momentos específicos que ojalá no terminasen nunca.

Me gusta cuando mi madre habla de mi abuela.
Igual que me gusta cuando Berta habla de su madre.

Me gustaría que alguien fuese al mar y pensase en mí. Y pensase que me gusta el mar, que me gusta su infinidad llena de vida, sus matices, sus colores escondidos, sus movimientos, sus saltos, sus olas. Que me gusta porque su color es el reflejo del cielo y, ¿a quién no le gusta el cielo? 

Estoy enamorada de los planetas, de las galaxias, de la Vía Láctea, del Sol, de las estrellas que desconozco, de los agujeros negros porque me dan miedo que nos engullan (pero que si lo hacen no pasa nada, sigue estando todo bien). A quién no le gusta el cielo. 

Si somos trozos que nacieron allí.
Si somos el conjunto de los restos que se quedaron flotando a la deriva.
Si somos el resultado de composiciones extrañas que viajaron sin rumbo fijo.
Y llegaron hasta aquí.

Hasta ti.