Siento que es un paracaídas.
Me caigo y no evita la caída pero me salva. Me salva porque llega a tiempo, hace que todo sea leve, que duela menos. Porque duele, pero con dulzura. Los aterrizajes siempre duelen, pero ahora es diferente. Ahora tengo una capa con la que planeo, con la que no me quemo.
Está ahí.
Como un salvavidas: te ahogas pero empiezas a salir a flote de golpe.
Y respiras, respiras cerca y dentro de su piel. Y duele, porque ahogarse duele al igual que caer, pero vuelve a ser dulce y lento y pacífico. Es otra amargura.
Sabe bien.
O una brújula. Yo qué sé.
Es todo lo que me encuentra. Como cuando estás totalmente perdido y alguien te guía, sin más. Te guía porque quiere. Porque te quiere. Simplemente lo hace, sin pedir nada a cambio, sin esperarte. Te marca el sur porque está allí pero te enseña cada punto cardinal por si quieres cambiar de opinión.
Porque te necesita libre.
También me recuerda a un globo aerostático.
Un día, y lo juro, me elevó tan alto que vi el mundo como si fuera una maqueta. El globo ascendía hasta Marte y todo se volvía azul y verde. Vi todos los rincones, la Estrella Polar y la luna de otro color, un mapa que brillaba en la oscuridad.
Es cada ayuda, cada respuesta al grito de socorro, un jersey en invierno. En invierno fue mejor que todas las hogueras juntas en un mismo rincón.
Yo quiero meter la cabeza debajo de su jersey,
y quedarme.