Dejé de llegar tarde cuando ya era tarde.
Apareces esporádicamente como si Madrid estuviese al girar la esquina que está al lado del portal y Madrid, realmente, está tan lejos como tú. Está igual de lejos que el corazón que no se borra, el corazón inolvidable, inoxidable.
Hay momentos que se quedan impregnados en la piel.
Con algunas personas ocurre lo mismo.
Luego están las pieles magnéticas.
Y, por último, las personas imán.
Las personas imán están tan unidas a las pieles magnéticas que ni el espacio entre los planetas podría separarlas. Y menos mal.
"Lo sé porque no lo supe una vez", repites. Y tu eco se repite y por eso lo sé, por las veces que no lo supe. Y lo vuelvo a saber tarde.
Ojalá algún día queráis así. Y con así me refiero a querer como si el mundo se acabase mañana y sólo se te ocurriese pensar en la cama desecha del pasado 7 de febrero. O las deshechas eráis vosotras. Y con así me refiero a dejar huella en el centro de la ciudad o dibujar los caminos con tizas, por si acaso no sabemos volver.
Aunque quién no sabría volver a ti.
Quién.
Siempre esperamos algo. Siempre nos esperamos. Siempre buenas noches.
"Deja de llegar tarde", como si dejases la puerta de la habitación abierta por si un día en vez de llegarte una carta, te llego yo y te escribo, a ti, sobre ti, literalmente.
Nos quiero.
Nos echo de menos.
Y que vuelva a sonar nuestra canción, que ya es veinticuatro.
Tan tú, tan yo.
Tú por mí.
Yo por ti.
Por nosotras.
Porque nos quiero, porque nos echo de menos.
Porque el metro está triste porque ya nadie comparte asiento.
Porque en Malasaña se han explotado todos los globos rojos con forma de corazón.
Y yo no quiero que explotemos.
Siempre buenas noches; sin punto final, por si acaso