Cada noche, cada-noche, apago la luz y me pregunto por qué. Por qué a nosotros. Por qué a ti y, en consecuencia, a mí. Por qué hay efectos que rebotan en nosotros, como si nosotros no fuésemos nosotros. Como si los maremotos nos estuviesen hundiendo en nuestro propio territorio, en casa. Nuestra casa, nuestro hogar, nuestro todo. El todo es más que la suma de sus partes. Somos el conjunto, la unión. Por qué a nosotros. A ti, a mí.
No me quiero acostumbrar. No quiero. Quiero lo de antes, lo de siempre. Lo que conocemos y queremos y nos gusta, no quiero otra cosa. No quiero esta rutina, la odio. La odio. Yo te quiero como siempre, como antes, hasta siempre. Hasta que tú quieras. Hasta que me dejes quererte. Si tú me dejas, yo sigo aquí. Porque es el mejor sitio donde podría estar.
Es peor que derrumbar la Torre Eiffel. Es peor que acabar con la ciudad del amor. Es como acabar con el amor, directamente, personificado. Es la mayor injusticia del hombre. Como si la mayor angustia se acomodase en mi pecho y buscase allí su sitio y dejo que ocurra, porque ya se irá. Porque qué más da. Como si la vida hubiese dejado de ser lo que era: los viajes, las sábanas arrugadas, las manos en los bolsillos ajenos, las cervezas en otros bares, el coche por las noches, las buenas noches, los buenos días y otra vez los viajes. Lo que fue siempre. Lo que quisimos, lo que no queremos perder.
A veces vuelvo a Ámsterdam, a Brujas, a Lieja, a Barcelona. Vuelvo a todos los sitios que nos han visto vivir. Vuelvo e intento quedarme, y me concentro tanto tanto tanto que te vuelvo a ver allí, conmigo. Muriéndonos de frío, viendo las calles congeladas, abrigándonos en la cama más incomoda del mundo y juntándonos para que no se cuele el hielo en la piel.
Tienes que volver, por los dos. Por favor. Tienes que volver porque tengo los ojos hinchados y empiezan a escocer. Tienes que volver porque me tiemblan las piernas y está nevando por dentro.
Todo siempre como antes.