"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

jueves, 14 de agosto de 2014

Hay llenos más grandes que los vacíos

Nunca entenderé esa estúpida costumbre que tiene la vida de poner en nuestro camino a personas increíbles que un día, sin darnos cuenta, dejan de estar. Por qué. Por qué algunos se van y no vuelven. Teníamos catorce años y creíamos que íbamos a estar toda la vida así, sin movernos, como si la vida fuera eso y nada más. Más de seis años después no estamos. Está lejos. Muy lejos. Tuvo que volver. No se fue, volvió. Cuando llegó a mí fue cuando se estaba yendo. Cuando se fue de mí, estaba volviendo. Odié que volviese. Hace poco fue su cumpleaños y no cruzamos más de dos palabras. No culpo a nadie. Simplemente no nos esforzamos en que ocurriese. Supongo que todo consiste en eso: en esforzarse. Esforzarnos por permanecer, por no dejar que se rompa, por no dejar que nos quebremos. Empezamos a romper los hilos y parece ser que nos gustó más romperlos que coserlos. Tenemos una facilidad extraña para romper lo que construimos (¡y lo que nos gusta!). Aun así sigo sin entenderlo. Tienen que terminar las historias para que lleguen otras nuevas (y menos mal) pero por qué. Por qué no puede ser todo. Por qué no podemos estar como en la foto, de la mano y creyendo que los años que venían serían así. Nada fue así. 

Permanecer.

Cuando eres pequeño no te imaginas que las personas que te rodean un día dejarán de ser, de estar, de quedarse. Dejarán. Así, en general. Cuando creces sigues sin entenderlo. ¿Quién lo entiende? Sólo hay que aprender a dejar que las personas se vayan y tenemos que aprender a retirarnos. Hay veces que tenemos que irnos nosotros o dejar ir. Soltar a las personas. Como si fueran pájaros enjaulados que ya tienen que comenzar su nueva vida fuera de las rejas. A veces somos las rejas y los demás sólo son golondrinas que necesitan volar de nosotros. No lo veo tan horrible. De hecho no es horrible, piénsalo al revés. Cuando somos nosotros los enjaulados que necesitan volar. Es bonito cuando conseguimos alejarnos de aquello que nos retiene y no nos deja seguir. Como una fuerza mayor que quiere hacernos permanecer cuando ya nada existe. Ni siquiera existimos. Se puede dejar de existir. De verdad, claro que se puede. 

Existir. 

Existimos cuando somos especiales para otra persona, para mí eso es existir. Existir sin ser especial es como no existir. Es ser nada. Un trozo de nada que tampoco sé muy bien lo que es. Algo blanco o negro. Del color que tú quieras. Un día crecimos y dejamos de existir y he olvidado la mitad de los nombres de las personas que me han hecho que esté aquí. La otra mitad me habrá olvidado a mí. Y está bien, qué más da. He llegado a sentir alivio cuando he dejado que algunas personas se fueran. Dolía y aliviaba. Creo que no sería capaz de explicarlo con cierta lógica. 

Hay veces que una ausencia duele tanto que ni todas las personas juntas del mundo serían capaces de llenar ese vacío. Duele tanto que pincha. Pincha la parte izquierda del pecho. Pequeñas punzadas que no dejan respirar. Cuanto más fuerte respires, más duele. Hay vacíos que no se llenan nunca. Aprendemos a vivir con ciertos vacíos que un día dejamos de notar por costumbre, pero están ahí. Si nos hicieran una radiografía del corazón veríamos vacíos imposibles de llenar. Pequeños agujeros sin huecos, veríamos lo que hay detrás de nuestra espalda. Agujeros que nos atraviesan. Como si faltase parte de nuestro cuerpo. Algunas personas se empeñaron en dejar sus huellas en nosotros y ahora parece que tenemos quemaduras. Quemaduras preciosas que dejan de escocer con el paso de los días. Ningún dolor dura eternamente. Ni siquiera la mayor ausencia de nuestra vida. El mundo se nos muere un poco cuando alguien imprescindible se va. El mundo se pone un poco enfermo, con cada ausencia se pone más enfermo. Poco a poco. Las enfermedades lentas son insoportables. Un día se muere, cuando llega nuestra propia ausencia. Llegué a vivir convenciéndome a mí misma de que nadie es imprescindible, como si pudiésemos vivir con la falta de cualquier persona. Realmente lo creí. Y, bueno, en parte es cierto. Podemos vivir sin personas base pero no podemos existir y ya me dirás tú para qué queremos vivir sin existir. El mundo se enferma poco a poco. Y se cura. Os juro que se cura. De verdad. Un día llega alguien. Una persona pieza. Las personas pieza son las que encajan perfectamente, per-fec-ta-men-te. Como si al nacer fueseis de la misma masa. Hay tantas personas pieza como tú quieras. De repente llega esa pieza, esa forma exacta a tu forma. Un puzzle de personas. No sólo hay vacíos, también hay llenos más grandes que los vacíos. Y los llenos son las mejores sensaciones. Así formamos la casa y nos habitamos, poco a poco. Con las personas base y las personas pieza. Pequeños arquitectos de nosotros mismos. 

Es insoportable el vacío que dejan algunas personas, las huellas dibujadas en nuestra piel, el olor a quemado.
Pero es increíble cuando nos complementan, nos llenan, nos hacen existir. Existir. No hay nada más bonito como hacer existir, como que nos hagan existir. 

Y permanecer.