"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

miércoles, 30 de octubre de 2013

Y qué será de ti

Cómo te irá la vida. Me lo pregunto todos los días (y si me echas de menos pero eso prefiero no pensarlo mucho). Veo todos los días a tu hermana y nos saludamos desde la distancia. El otro día se iba a acercar a mí para preguntarme qué tal pero hice un gesto, alejándome y no vino. Menos mal. Hoy la he estado mirando en el autobús y me ha recordado tanto a ti que no lo soportaba. Está muy guapa, seguramente tú también. Echo de menos tu casa y cómo olía tu salón. O la comida de tu madre o a tu perro. A tu perro también lo echarás de menos tú. Echo de menos tener prendas de tu ropa en mi armario y que huela a ti. O que llegases tarde o coincidir en el autobús o "el mundo irá realmente mal cuando nos separemos", ya me dirás tú qué hacemos ahora. Hay una canción que lleva tu nombre, habla de monstruos. "Unos monstruos mueren y otros vuelven". Tú eres de los que vuelven, así, cada poco tiempo envías señales que llevan tu nombre y yo me vuelvo loca. Tu maldito nombre. Te echo tanto de menos que podría explotar. Hace poco pensé en llamarte durante un concierto porque me imaginé que te gustaría la canción, ya sabrás que no lo hice. No puedo. Ni siquiera seguirás siendo tú, ni siquiera sigo siendo yo. Podría invitarte a varias cervezas, sentarme delante de ti y contarte mi vida de estos últimos años. Podría contarte que llegué a escribir una carta de amor (y la envié) o que volví a joder a algunas personas. Podría contarte cómo terminó la historia de la Niña Imantada o cómo me acuerdo de ti cuando paso por determinados lugares de la ciudad. Tuve que quitar las fotos de la pared porque todavía escueces, quién te lo iba a decir. En realidad, nadie. No lo vas a saber, no te lo voy a contar. Y sí, deberías saberlo. Ser lo que fuimos. Escuchar críticas de todos los que me rodean, qué más da. Yo te quiero aquí los viernes por la noche escuchando música, comiendo pizza y hablando con mi madre. Te quiero aquí los jueves por la tarde paseando a Lucas, los domingos en tu casa tiradas en el sofá o en cualquier concierto bailando o saltando como locas, gritando como nunca. Ya no recuerdo ni cómo era tu coche por dentro o tu sudadera favorita o la canción de tu vida. Ni descubrimos canciones ni hablan de nosotras. 

Hace poco abrí una de esas cajas que están mejor cerradas y ahí dentro estabas tú. En forma de canciones, de cartas, de fotografías, de pulseras, de entradas, de tickets, de billetes de avión. Ahí estabas tú, con tus rizos, tu maquillaje, tus tonterías. 


Y claro que volveremos a sentarnos en la terraza de alguna cafetería o a recorrer París. 

sábado, 26 de octubre de 2013

Abismos.

Con el vértigo que yo tengo, que te tengo. Me engancho a tu cintura y pierdo la cabeza y la distancia de mis zapatos no llega ni a tus rascacielos, ni rozo las nubes ni me tiro desde ellas. Irene me habló una vez de alguien que estaba enamorada de los suicidios, de las alturas incalculables, de tirarse por la ventana con los cristales más brillantes y dejarlo todo al azar. Tirarse de cabeza, decía. ¿Tirarse de cabeza a qué? Si ni siquiera te ha olido el pelo o la camisa. Tirarse de cabeza, a las personas. Y me contó uno de esos secretos que tenemos que compartir para dar el salto más grande en el charco más profundo: tirarse de corazón. 
Tirarse de corazón. 
Tirarse de corazón.
Tirarme a tus abismos. 
Desde tus ventanas. 
Saltar desde tu cama. 
O el vértigo de tu barriga, 
de tu piel, 
de todo lo que hay debajo del jersey. 
Y mi pecho destrozado y cada trozo descosido. 

Miedo a las alturas, a tus alturas. a tus distancias. Sin llegar a comprender por qué la distancia que más duele no es la del ático ni la del Ártico, sino la de tus manos. El espacio entre tus dedos y los míos. El espacio que has creado entre nosotros donde sólo existen asteroides y cometas que no saben ni a dónde van a llegar y a ti te da lo mismo y a mí me da distinto. 

Tirarse de corazón. 
Tirar de tu corazón 
o algo así. 
Vivir en tu ombligo. 
Meter la cabeza en el jersey. 
Como un avestruz, ni siquiera puedo volar, ni siquiera conozco la Luna. 
Escondo la cabeza, me guardo el corazón. 

Pero Irene no sabía que tu corazón era de hierro forjado, de chapa inoxidable. Y lo tiro y no se rompe. Y lo mojo con mi hielo derretido y no cambia su color. Y lo golpeo con el mío y saltan los cristales, brillando un segundo. Más o menos como tú, como yo, lo que queda. 

Pero yo no sabía que el miedo a las alturas se superaba lanzándote a ellas y el miedo a ti, lanzándome a ti. 
Hasta que me tiré al vacío, hasta que me tiré a ti. 

jueves, 24 de octubre de 2013

Ellos tenían eso que nadie tenía.

Es curioso cómo pasa el tiempo y no nos damos cuenta. O cómo de caro puede llegar a ser el tiempo. Quién iba a decirme que seguiríamos aquí cinco años después. Después de la noche más mágica del escenario. Quién iba a decir que estaríamos todavía por aquí, sin vosotros. La noche que lo cambió todo y ni siquiera lo sabíamos. Cuando miras hacia atrás ves que tu vida ha dado un cambio inimaginable y te viene a la mente un día, un día marcado en rojo con rotulador permanente. El 24 de octubre de hace cinco años, llegó mi cambio. Mi cambio, la suerte, la casualidad, puedes llamarlo como quieras. Ahí estábamos, un día cualquiera que no sería cualquiera nunca más. De repente empieza a aparecer todo lo que buscabas y ni siquiera sabes por qué. Esperar merece la pena, lo prometo. 

Lo que me parece bien es que el grupo de mi vida se separase, nunca pensé que diría esto. Mi escritor favorito escribió una vez que todo dura siempre algo más de lo que debería y qué razón. Pocas frases se nos graban en la piel hasta hacernos sangrar. Tengo que decir que debemos retirarnos en el momento justo para ser eternos. Si esperamos más seremos olvidados y si esperamos poco nunca seremos recordados. Hay que aprender a irse y no volver, hay que aprender a quedarnos escritos en la historia y nada más. Voy a escribir sobre ellos para no olvidarlos, para que sepan que se fueron cuando estaban en la cúspide, se fueron cuando debieron irse y me alegro. Se fueron siendo queridos, siendo grandes y siendo héroes. Lo que no sabía entonces es que era la última noche y qué mejor forma y qué mejor recuerdo y qué mejor que ellos. 

Si viviese en Hogwarts y tuviese que invocar un patronus, recordaría a Chema mirándome, sonriendo y señalándome con el dedo "a ella, esto es para ella". Recordaría sus saltos, recordaría los gritos envasados al vacío de Elena, recordaría a Berta diciéndome que tengo un don y recordaría una frase que decía algo así como "si tú quieres, seguro que volverá" y volvería. Volvería allí, volvería con ellos, volvería el don, la suerte, el móvil sin batería, la botella sin agua, el cuerpo cansado por el peso de la felicidad. Pero volvería. ¿Quién no? ¿Quién no quiere girar la cabeza y ver que detrás hay nueve mil personas esperando para llegar hasta donde estás tú? Tú. Allí. Parada. Allí. Consiguiendo lo que llevabas esperando toda una vida. Que lo sueños se cumplen y no teníamos ni idea de ello y que quien la sigue la consigue, qué verdad. Y el verde de las zapatillas era tan verde que la esperanza se quedó sin color y la llevaba yo bajo mis pies. 

Creo que la historia nos da un golpe de suerte y ahí decidimos si creer en ella o no. Decidimos si queremos crear nuestra racha de suerte o si queremos que se quede en una noche con magia y ya. Para mí fue una vida con suerte. Incluso cuando llegó la noche más negra un año después y mi abuela pensó que era mejor irse, incluso cuando me perdieron por el camino, los perdí a ellos y me perdí yo misma. Incluso cuando vi la muerte delante de mí, incluso después de todo, aquí esta la suerte. Aquí estamos. Poco a poco y día a día y todo por una noche, una bendita noche.

Esa noche la felicidad nos aplastaba. Y lo que daría por esconderme en un armario, pensar muy fuerte en esa noche y volver allí y vivirla una y otra vez.

"Gracias, fue tan bonito por darme tanto."

Momentos congelados. Me da igual la calidad de la foto.









lunes, 21 de octubre de 2013

Pretérito im-perfecto.

Y, cuéntame, qué fue de Rocamandour. Qué fue de la Maga sin Rocamandour. O qué fue de la Maga sin ti. De ti sin la Maga. Qué fue de los cigarros mojados cuando cayó la noche en París en febrero de aquel viejo año. Qué fue de los charcos donde la Luna era más grande y se movía haciendo ondas cuando tiraste aquel papel con la dirección del café. Qué fue de tu bufanda medio rota, de tus guantes con agujeros, de tus bolsillos vacíos, de tu corazón hasta arriba de nieve. Qué fue de sus ojos con pintura corrida, de sus labios medio rojos medio nada, de sus manos congeladas, de su corazón caliente. Qué fue del reloj que sonaba a media noche cuando la ciudad se apagaba, del café au lait, del mate de más. Qué fue de aquellos cuadros que hablaban de ustedes dos, de sus libros, sus escritos, su pluma sin tinta, su cama revuelta, sus sueños deshechos. Qué fue de tu francés con un toque argentino, del pelo mojado. 

Qué fue de sus fantasmas, sus sombras, su nombre en mitad de la madrugada, su voz partida, sus dedos larguiduchos, sus dientes imperfectos, sus pecas en el cuello. Qué del día en el que todo duró más de lo que debería, del día en el que Madame Léonie leyó las líneas de sus manos y aparecían tus recuerdos o del viaje a Buenos Aires. Qué fue de los tickets de metro, del río sinfín, del invierno más frío de la historia, de lo efímera que fue la Maga, de la niebla. Qué fue del amor, l'amour, la vie. 

Qué fue de la Maga. De la Maga sin ti. De ti sin la Maga. De ti sin ti.

sábado, 5 de octubre de 2013

Nos aburríamos en la universidad y esto era mejor.

La vida, podría decirse, que era aquello que pasaba mientras me enseñaba dibujos; me descubría canciones en francés; se sentaba conmigo en una acera de Malasaña tras pasear por Espíritu Santo o decidía soltar el globo rojo, reivindicándome que ella también quería volar lejos de mí y cómo la entendía y quién se negaba a ella, quién. 

Me contaba que nunca llegó a recoger la camisa negra de encima de la silla por si los demás recuerdos borraban nuestras huellas. Y su cama, por las noches, se convertía en un metal gigante con imanes en forma de niñas y nuestras iniciales escondidas. 
Y, bueno, hace ya que se gastaron mis cuerdas vocales contigo y por eso no te puedo retener. Dime cómo te vuelvo a avisar si mi voz está rota y se quedó cerca de la plaza con un nombre que no recuerdo, donde está la historia escrita entre libros viejos de la librería Aleph

Tu nombre capicúa ha convertido todo esto es capicúa y yo ya no sé si es el final o si estamos volviendo a empezar o qué. Lo has revuelto todo y está bien, qué más da. 

¡Y mira que te hielo y mira que me hieres y viceversa!