La vida, podría decirse, que era aquello que pasaba mientras me enseñaba dibujos; me descubría canciones en francés; se sentaba conmigo en una acera de Malasaña tras pasear por Espíritu Santo o decidía soltar el globo rojo, reivindicándome que ella también quería volar lejos de mí y cómo la entendía y quién se negaba a ella, quién.
Me contaba que nunca llegó a recoger la camisa negra de encima de la silla por si los demás recuerdos borraban nuestras huellas. Y su cama, por las noches, se convertía en un metal gigante con imanes en forma de niñas y nuestras iniciales escondidas.
Y, bueno, hace ya que se gastaron mis cuerdas vocales contigo y por eso no te puedo retener. Dime cómo te vuelvo a avisar si mi voz está rota y se quedó cerca de la plaza con un nombre que no recuerdo, donde está la historia escrita entre libros viejos de la librería Aleph.
Tu nombre capicúa ha convertido todo esto es capicúa y yo ya no sé si es el final o si estamos volviendo a empezar o qué. Lo has revuelto todo y está bien, qué más da.
¡Y mira que te hielo y mira que me hieres y viceversa!
Qué pena que quién más quiera, sea a quién más hieran.
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