"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

sábado, 26 de octubre de 2013

Abismos.

Con el vértigo que yo tengo, que te tengo. Me engancho a tu cintura y pierdo la cabeza y la distancia de mis zapatos no llega ni a tus rascacielos, ni rozo las nubes ni me tiro desde ellas. Irene me habló una vez de alguien que estaba enamorada de los suicidios, de las alturas incalculables, de tirarse por la ventana con los cristales más brillantes y dejarlo todo al azar. Tirarse de cabeza, decía. ¿Tirarse de cabeza a qué? Si ni siquiera te ha olido el pelo o la camisa. Tirarse de cabeza, a las personas. Y me contó uno de esos secretos que tenemos que compartir para dar el salto más grande en el charco más profundo: tirarse de corazón. 
Tirarse de corazón. 
Tirarse de corazón.
Tirarme a tus abismos. 
Desde tus ventanas. 
Saltar desde tu cama. 
O el vértigo de tu barriga, 
de tu piel, 
de todo lo que hay debajo del jersey. 
Y mi pecho destrozado y cada trozo descosido. 

Miedo a las alturas, a tus alturas. a tus distancias. Sin llegar a comprender por qué la distancia que más duele no es la del ático ni la del Ártico, sino la de tus manos. El espacio entre tus dedos y los míos. El espacio que has creado entre nosotros donde sólo existen asteroides y cometas que no saben ni a dónde van a llegar y a ti te da lo mismo y a mí me da distinto. 

Tirarse de corazón. 
Tirar de tu corazón 
o algo así. 
Vivir en tu ombligo. 
Meter la cabeza en el jersey. 
Como un avestruz, ni siquiera puedo volar, ni siquiera conozco la Luna. 
Escondo la cabeza, me guardo el corazón. 

Pero Irene no sabía que tu corazón era de hierro forjado, de chapa inoxidable. Y lo tiro y no se rompe. Y lo mojo con mi hielo derretido y no cambia su color. Y lo golpeo con el mío y saltan los cristales, brillando un segundo. Más o menos como tú, como yo, lo que queda. 

Pero yo no sabía que el miedo a las alturas se superaba lanzándote a ellas y el miedo a ti, lanzándome a ti. 
Hasta que me tiré al vacío, hasta que me tiré a ti. 

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