"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Días de grandeza.

Crecer es aprender a despedirse.
Desde que nacemos nos intentan enseñar a crecer, a madurar. No hagas esto (o lo otro), no grites, no contestes, estudia, lee, no veas mucho la televisión, come verduras. Órdenes o gilipolleces, como prefieras llamarlo.
El día que te das cuenta de que crecer va a significar despedirse de personas, situaciones, emociones, memorias, ilusiones e incluso amigos que se supone que iban a estar para toda la vida.
Y aquí estamos, llevamos dos décadas en este mundo (aproximadamente); hemos aprendido a comportarnos, a no cantar en la mesa, a colocar la cuchara y el cuchillo en la derecha y el tenedor en la izquierda, llenar las botellas de agua en verano para que se enfríen en la nevera, recoger la habitación, ser educados y... diez mil estupideces más.
El día que ver que crecer significa conocer cada días más gente que ya murió.
¿Y dónde quedan las despedidas? Nadie nos ha "amaestrado" para que aprendamos a decir adiós y, de alguna forma, es lo que realmente nos hace madurar y crecer. Nadie te explica cómo funciona la vida y un día, repentinamente, alguien se va. ¿Qué hacemos? Aquí estamos, esperando a que llegue la primera persona que se marchó.
El día que te das cuenta que te despides mejor que hace un año.
Cuando pasan los años te acostumbras, es algo lógico: las personas van y vienen. Pero, en el fondo de nosotros, la primera persona que se fue siempre deja una huella un poco más marcada. No me preguntéis por qué, no tengo ni puta idea. Supongo que estamos tan poco preparados que somos incapaces de asumirlo. Hay pérdidas que nunca se superan y, creedme, es horrible. Un día llega una persona a tu vida y a partir de entonces no pasas un día sin pensar en ella. Es curioso, un día tienes la mente con vacíos y sin quererlo tienes un nombre clavado que nunca más se volverá a borrar.
Que ya no te sorprende que la gente desaparezca de tu vida. 
De eso está creada nuestra mente: de vacíos. Vacíos que vamos llenando según pasan los años (o los daños).
Ese día estás aprendiendo a decir adiós, ese día estás creciendo.
Los vacíos se convierten en nombres, pero los nombres nunca se convierten en vacíos. Me explico (aunque supongo que es comprensible): nunca olvidamos ningún nombre que nos haya marcado un antes y un después. Nunca. Las caras se vuelven borrosas, las manías se olvidan, los olores (al no ser que haya objetos que, gracias a Dios, nos los recuerden), las voces (las preciosas voces que siempre juramos que serían inolvidables) pero los nombres... Creo que es imposible. De hecho, cada vez que aparece su nombre; tu mente se activa y aparece su imagen. Rápidamente, como a la velocidad de la luz. Creo que la velocidad de la mente (en ocasiones) es enormemente más veloz que la de la luz (incluso más que tu luz, que ya es decir).

No sé si hay algo más triste que aprender a decir adiós.

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