También me
hubieses querido en el capítulo catorce y en el último hubieses vuelto a por mí,
nada de imaginarme en los rincones más oscuros de tu mente. Entraste en
“Shakespeare & Co” y te sentaste en las escaleras a leerme con tu voz grave
y rota, dejando eco y huellas en mi espalda. Y, esta vez, me leíste de verdad;
literalmente.
Llegaste a contarme
que ella lo olvidó todo y cuando se cruzó con él volvió a engancharse y él
recordaba hasta el último día y ella, sin embargo, parecía que había vuelto a
nacer. Me contaste historias de cometas azules que se mezclaban con el cielo y
diábolos blancos que se confundían con las nubes. Me contabas que mis dedos
eran teclas de un piano de cola negro y que cada vez que me tocabas me
convertías en música, como por arte de magia. Pero yo ya lo sabía; tú, por
completo, eras magia. O el día que escribiste que podías convertir mis
vértebras en las cuerdas de un violín.
Al final has
aparecido en forma de canción y he recaído en el sonido de tu voz que llevo
echando de menos todos estos años, como si antes lo hubiese querido para mí.
Como si.
Has vencido
al espacio y al tiempo, has inventado la casualidad más esperada haciéndola
realidad con tu magia y has creado la conexión y es ahí, justo ahí, cuando has
roto las distancias.
Hablabas de
todos los libros que te quedaban por leer y también de los que habían cogido
polvo en tu estantería, en el suelo y debajo de la cama. Cigarros apagados por
todas partes, las sábanas revueltas, las cortinas echadas y mis medias en el
sillón llenas de tus carreras y tus metas por llegar hasta mí. Otra vez tu voz.
Me quedaría dormida escuchando cómo me lees (y esta vez me refiero a una de
esas páginas que hablan del paraíso, de peces en los labios, de huracanes en el
pecho).
Ahora voy a
la entrada principal, paseo aproximadamente unos doscientos metros y giro a la
derecha. Calle Allée Lenoir. La pequeña diagonal, por allí. Listo. Voilà. La
tercera división, en círculos cerrados, rodeándolo, rodeándote. Y andar siete
pasos. Allí estás sin estar. Parece que para llegar a tu cielo tengo que saltar
la rayuela. Tú siempre igual.
Te prefería
en el café Old Navy del Boulevard Saint Germain que en Montparnasse aunque,
reconozco, que su rascacielos me acerca un poco a ti y en su azotea he dejado
tus marcas con tizas.
Te has
quedado en Montparnasse, con mis letras, mis lágrimas y mis ganas de que
vuelvas a llenar todo de humo. Y tu voz, bendita sea tu voz.
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