"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

miércoles, 2 de enero de 2013

Noches reversibles.

Era bonito el lugar, el ambiente, el día elegido, el tipo de noche, la ropa y ella. La miraba todo el tiempo y lo notaba. Aunque dijera que no sabía nada. Mentira. Era evidente. Y de alguna forma sólo esa noche se necesitaban. Aunque luego se enganchó. Hay alguien que siempre se engancha. Y así fue.
El caso era que estaba frente a ella y se moría por cogerle la mano, tocarle el pelo, darle un beso y seguir viviendo. Y fue bonito, mientras duró lo fue.
Y llovía y había echado tantos litros de echar de menos al vaso que ni siquiera sentía que se le estaban calando los huesos y ella tan guapa. Y le dijo que estaba ahí porque las personas eran malas y oscuras y ella no quería a las personas. O mejor dicho: no quería querer a las personas. Rectifico: no querían querer a las personas. Y por eso se encontraron ahí. Hacía frío y se quitó su jersey para ella. Quizás por el efecto del alcohol era más guapa, pero no. En realidad no. Era así siempre.
Otra vez esa maldita dependencia. Qué más da, se va a ir. Eso quería, que ella se fuera. Eso hará ella: irse. Y así vuelven a su independencia. A su propia dependencia. Y se quieren sin quererse, o quizás ni siquiera se quieren. No lo sé (todavía).
Pero bueno, vuelvo a la historia. Creo que había un bosque, o un parque. En realidad era más bosque que parque. Así con el nacimiento del río Huéznar y con esa lluvia de la que hablaba antes que supuestamente te calaba los huesos pero como ella estaba allí pues todo se superaba. Todo era más fácil. Como si el mundo se hubiese parado para que la besara. Y la besó. Ahí, debajo de la lluvia de la primera noche de enero o de la última de diciembre (puedes elegir el mes que más te guste). Seguramente por un momento había un hilo entre los dos cuerpos o un imán o cualquier objeto que una a dos personas.
Yo sé que la veía preciosa, como de otro mundo. Y nunca se había besado bajo la lluvia. Es una de esas escenas bonitas que todos queremos vivir pero que creemos que nunca llegan. Supongo que, al final, todo nos llega. Incluso lo inesperado. Igual que todo se va, incluso lo inesperado.
Allí estaban, como si nunca antes hubiesen estado frente a otra persona, entregando lo que podían y guardando lo que debían (y quizás también lo que no debían).
Y la lluvia, que no se os olvide la jodida lluvia. Y sus besos en la nariz y los ojos verdes y el olor a patatas asadas y el champán y los litros de más, los besos a oscuras, las piernas y su pelo rizado y las risas y las conversaciones sin sentido y ese puto bosque y la belleza, las manos, el puto jersey, las manos entrelazadas debajo de las sábanas y el sol y su forma de huir.

Y las lágrimas con nombre de persona.

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