"«Amor verdadero y grandes aventuras», yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!»
Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad."
La princesa prometida.

jueves, 5 de diciembre de 2013

Una de esas historias que nunca se cuentan pero que existen.

Es raro cuando pasas años sin verlos. Qué será de ellos, de sus vidas, sus amigos, sus amores, sus cervezas. 
Nos sentábamos en su terraza y empezábamos a beber y se hacía de noche y qué más daba, allí, una piña, un grupo. Amigos. Quedan pocos, pero quedan. El único cumpleaños que pasamos juntos me llevaron a un pub donde sonaba mi música preferida y nos pedíamos chupitos con nombres de películas y empezábamos a bailar, cantar, gritar y fotografías. Nos abrazábamos y reíamos y de allí no nos movía ni Dios. 

Una vez fuimos a la playa juntos en pleno mes de marzo, hicimos barbacoa y nos metimos en el mar tan normales. Como si fuese julio pero con frío y tronando. Parecíamos una postal, algo así, parecía uno de esos momentos que tienen que quedarse grabados para toda la vida por si acaso. Por si acaso. El por si acaso se cumplió y nos quedamos sin postal pero no pasa nada. 

Nunca he escrito sobre ellos porque nunca he sabido cómo definirlos (y, ojo, sigo sin saberlo), sólo sé que les daba igual ocho que ochenta y que vivirlo todo era la máxima preocupación. Cuánta vitalidad, eran increíbles. Una noche decidimos pasarla a base de cafés en la biblioteca e incluso ahí lo daban todo, absolutamente todo. No dejaban nada para mañana. Cómo no nos íbamos a enamorar. Hubo una época que nos íbamos a un muro que había en la ladera de la montaña con vistas al mar y a los edificios más altos de la ciudad, nos poníamos a fumar y contar historias sin sentido pero con gracia. Jugábamos a que nuestras manos podían coger a las personas que, tan diminutas desde ahí arriba, paseaban por la ciudad y podíamos cambiarlas de sitio y darles palmaditas y hacerlas volar, todo aquello nunca ocurría. Todo lo que nunca ocurrió. Le hablé mucho de ese sitio, durante meses y me dijo que un día teníamos que ir allí a ver todo aquello desde arriba. Casi viene, casi. Una lástima, le hubiera gustado. Porque le gustaba el mar, le gustaba el azul y le gustaba la inmensidad. Eso era inmenso. Y le gustaba yo (o eso decía). Nunca lo he tenido del todo claro. 

También fuimos una noche con el coche hasta la costa y sonaba Vetusta y cómo la quería, con su piercing y la piel tan morena y el pelo corto. Odiaba su nombre pero a ella le quedaba bien. Los últimos días los pasamos juntas en la piscina, yendo a conciertos y hablando de lo mucho que nos íbamos a echar de menos. Y qué razón. A veces es difícil encontrar tan buenos amigos. 

Pero, gracias a Dios, sólo a veces. 

1 comentario:

  1. Me ha encantaaaaaaaaaado mucho. Cómo lo describes... (Y eso que dices que no sabías cómo hacerlo ¿eh?).
    Un abrazo.

    ResponderEliminar